Dice Borges, en uno de sus juegos, que un Hombre somos todos los hombres, y este Hombre escribe una obra. Solo aportamos pequeñas cosas a esta obra, como pasajero pensamiento de ese Hombre que somos.
Libro de las inquietudes, p. 127.
Escrito por: David C.
Durante la guerra contra el terror, cuando nos encerraron en los campos de tortura, tenía un compañero de estudio que se hacía llamar José: era el hombre más valiente que he conocido en mi vida. Un negro corpulento, de manos grandes y mirada transparente. Era el núcleo irreductible de nuestro grupo y todos los estudiosos y “políticos” se agrupaban instintivamente a su alrededor. Siempre alegre, con esa alegría de quien ha llegado hasta el fondo de las cosas y emerge seguro de sí mismo. Cuando decaían los ánimos y a tu alrededor solo veías caras tristes y desesperanzadas que se miraban una a otras, ibas a él y siempre se le ocurría algo para subirte la moral. Un día, por ejemplo, entró en la pequeña celda imitando el gesto de un hombre que da el brazo a una mujer. Nosotros estábamos hundidos en nuestros rincones, sucios, descorazonados, desesperados. Las quejas de quienes no estaban demasiado agotados se elevaban por las frías paredes y parecían inundarlo todo. José, sin dejar de ofrecer el brazo a la mujer imaginaria, atravesó la celda bajo nuestras miradas desconcertadas y después, con cara de enamorado, hizo el ademán de invitarle a sentarse en su cama. A pesar de la indiferencia general hubo algunas muestras de interés. Unos se incorporaban apoyándose en el codo y miraban asombrados a José hacerle cariños a su mujer invisible. Le besaba la mano, le acariciaba los pómulos, le decía algo al oído, todo con una amabilidad de dandy.
En un momento, cuando Luis se había quitado el pantalón y se estaba rascando los pelos, José se acercó a él y le echó con todas sus fuerzas una sábana sobre el culo. Qué te pasa, será que no me puedo rascar o qué, protestó Luis, Un poco de pudor, viejo, no ves que hay una mujer entre nosotros, dijo José, Qué, dijo otro, Cómo, exclamó Jairo, Estás loco, de que mujer hablás inquirió Santiago, Claro, algunos de ustedes fingen no verla, cierto, y por eso siguen en la cochinada.
Nadie dijo nada. Tal vez se hubiera vuelto loco, pero seguía teniendo una figura imponente, ante la que los mismos sicarios y narcos con los que estábamos mostraban respeto. José volvió junto a su mujer imaginaria y le besó delicadamente la mano. Después, volviéndose hacia todos nosotros, que lo mirábamos boquiabiertos, nos dijo, Bueno, ya saben, a partir de hoy todo cambiará. Primero, no seguirán chillando como gatas y se comportarán ante ella como si fueran hombres. Digo “como si”, porque es lo único que cuenta. Van a hacer un esfuerzo de limpieza y dignidad, porque, sino, les daré una muenda. Ella, mujer decente, no soportaría pasar un día en este ambiente apestoso y, además, nos comportaremos de una manera galante y educada. Y el primero que le falte al respeto, que por ejemplo se tire un peo delante de ella, tendrá que rendirme cuentas.
Lo mirábamos con cara de burros y en silencio. Después algunos empezaron a comprender. Hubo algunas risas roncas, pero todos sentíamos confusamente que en el punto en el que estábamos, sino había alguna convención de dignidad para sostenernos, si no nos agarrábamos a una ficción, a un mito, lo único que nos quedaba era abandonar, someternos a cualquier cosa, incluso a colaborar con la tortura a otros. A partir de aquel momento, ocurrió algo realmente extraordinario: la moral del grupo T subió varios grados. Hicimos unos esfuerzos de limpieza inauditos. Un día, Ignacio, que sin duda ya no podía más, y que estaba a punto de ceder él mismo, se lanzo sobre un narco con el pretexto de que “le había faltado al respeto a la señorita”. La explicación que después le dio al asombrado Capo nos dio para reírnos un buen rato. Cada mañana, uno de nosotros sostenía una manta desplegada en un rincón “mientras la señorita se vestía” para protegerla de las miradas indiscretas. Felipe, el pianista, y por lo tanto el más extenuado de todos nosotros se pasaba los veinte minutos del descanso recogiendo piedritas raras para ella. Los intelectuales del grupo decían agudezas y pronunciaban discursos para lucirse ante la mujer invisible y cada uno recurría a lo que le quedaba de virilidad para mostrarse siempre victorioso. Naturalmente, el general del campo de tortura no tardó en ser puesto al corriente. Ese mismo día, durante el descanso, vino a ver a José con una de esas sonrisas de suficiencia y coléricas de las que solo él conocía el secreto. José, me dicen que usted ha metido una mujer en le celda T, Nada le impide registrar, respondió José. El general suspiró y meneó la cabeza. Yo comprendo estas cosas, José, dijo con suavidad. Las comprendo muy bien, he nacido para comprenderlas, es mi oficio. Esa es la razón de que haya llegado tan lejos en la defensa de nuestras instituciones, de nuestra seguridad. Las comprendo y no me gustan, incluso diría que las detesto. Por eso sigo a mi presidente Tamayo. No creo en la omnipotencia del espíritu humano, no creo en la primacía de lo espiritual, en el asunto de la discusión, en la libertad, en el mito de la dignidad ni en las tales convenciones nobles, ese idealismo me resulta insoportable, así tenga que hablar de eso en público. José, le doy hasta mañana para que haga salir a esa mujer de la celda T. Mejor que eso… sus ojos sonrieron, Conozco a los idealistas, José, a los tales humanistas. Desde que llegamos al poder me he especializado en los idealistas y los humanistas. Los “valores espirituales” son cosa mía. No olvide que, en lo esencial, la nuestra es una apuesta por la seguridad, y no me pregunte de quiénes, que en este momento eso no interesa. Así, pues, mañana por la mañana estaré en la celda T con dos soldados. Usted me entregará a la mujer invisible que tanto hace por su moral y explicaré a sus compañeros que será conducida al burdel militar más próximo para satisfacer las necesidades que le permiten a nuestros soldados cuidar de la seguridad del País.
Esa noche reinaba en la celda T la consternación. Buena parte del grupo, los realistas, los razonables, los hábiles, los prudentes, los que sabían contentarse, los que tenían los pies en la tierra, estaban dispuestos a ceder y a entregar a la mujer. Pero era porque sabían que a ellos no les iban a preguntar nada, que la pregunta se la harían a José y que José no cedería. Bastaba con ver lo radiante que estaba. No valía la pena intentarlo, no cedería. Porque si nosotros no teníamos la suficiente fuerza o la suficiente fe para creer en nuestras propias convenciones, en nuestro mitos, en todo lo que nos habíamos contado sobre nosotros mismos en nuestros libros y en nuestras universidades, él se negaba a renunciar y nos observaba con sus ojitos burlones, prisionero de un poder mucho más formidable que el de los Tamayistas. Y se desternillaba de risa ante la idea de que aquello solo dependía de él, que los miembros del PMFR, el ejército por la seguridad, no podrían arrebatarle por la fuerza esa creación inmaterial de su espíritu, que dependía de él consentir entregarla o reconocer que no existía. En cierto sentido, si él cedía, si daba ejemplo de sumisión, todo se volvería más fácil, bastante más fácil, porque si podíamos por fin liberarnos de nuestra condición de dignidad, entonces todo nos estaría permitido. Incluso no habría ninguna razón para no ser Tamayista. Pero solo había que ver su expresión de euforia para saber que la cosa no funcionaría. Creo que esa noche los narcos y sicarios de la celda T debieron pensar que nos habíamos tostado, que estábamos completamente locos. Los que comprendían la situación se reían cínicamente y nos dirigían miradas divertidas, indulgentes, de sabios, de hombres llenos de experiencia, de realistas que saben arreglárselas y vivir en perfecto acuerdo con su condición, con la vida, miradas como las de Gilberto…
Qué hacemos, Escuchen, tengo una idea, y si la dejamos salir mañana y la hiciéramos volver por la noche, Ya no volvería, dijo Santiago, Y aunque lo hiciera no sería la misma. José no decía nada, escuchaba con ojos vigilantes. Lo que más me fastidia es que quieran meterla en un burdel. Romel, el pequeño zapatero de Boston, aún creyente del comunismo, que había seguido toda la conversación con una cara de desaprobación total, explotó, Estás completamente loco, José, tostado, retostado, te agüevaste, no pensarás dejar que te metan a esa mierda de celda de aislamiento y que te juzguen por esa maricada. Para nosotros lo importante es mantenernos con vida, salir vivos de acá, para contárselo todo a los demás y que esta cochinada sea imposible en un futuro, para volver a construir un mundo nuevo en el que no haya que agarrarse a mitos ni pendejadas de esas.
Pero a José le salía una suave carcajada y Romel se metió en su rincón y nos dio la espalda para demostrarnos que ya no era de los nuestros. Llegó la mañana, y José nos puso firmes a todos. El general llegó con sus dos PMFR y nos examinó. Su sonrisa era más colérica y más retorcida que de costumbre. Parecía divertirse bastante.
Bueno, don José, y la virtuosa señorita, Se quedará aquí. Al general la cara se le blanquió un poco. Sus gafas parecían temblar. Sabía que se había metido en un buen lío. Sus dos PMFR eran testigos de su impotencia. Estaba a merced de José. Dependía de su buena voluntad. No tenía fuerza, no tenía soldados, no tenía armas capaces de expulsar de la celda T a esa ficción, no podía hacer nada contra ella sin nuestro consentimiento. El oficial acababa de chocar contra la fidelidad de aquel hombre a su convención, poco importaba que esta fuera verdadera o falsa, el caso es que nos iluminaba de dignidad. Esperó solo un segundo, muy hábilmente, para no acentuar y prolongar su derrota. Bueno, en ese caso, sígame. Antes de salir, José nos guiñó un ojo, Se las confío, mis amigos, gritó.
Pensamos que nunca más lo volveríamos a ver. Nos lo devolvieron un mes más tarde con la nariz aplastada y sin algunas uñas, pero en sus ojos no había el menor signo de derrota. Entro en la celda T con unos veinte kilos de menos, perdidos en los misterios del régimen de aislamiento, y el rostro terroso, pero en lo esencial seguía siendo el mismo. Hola señores, un mes de celda de castigo a sus servicios. Un metro diez por un metro cincuenta, no había forma de acostarse, pero por eso, precisamente, se me ocurrió tremenda idea. Se las contaré ya, porque veo que algunos tienen una cara de mierda, y no les preguntaré por qué. Había momentos en que yo también me sentía así, entonces me daban ganas de darme contra las paredes, de estrellar mi cabeza contra los muros, de sacarme los ojos, de hacer algo para tratar de salir al aire libre. Y ustedes se quejan de claustrofobia, chillones. Pero bien, al final se me ocurrió. Cuando no puedan más, hagan lo que hice yo, pensaba manadas de elefantes, de esos que hemos visto en televisión, corriendo por las sabanas de África, por inmensos espacios llevándoselo todo, porque mientras están vivos nada los detiene. E incluso, quien sabe, si después de muertos continúan corriendo igual de libres. Así, cuando empiecen a sentir claustrofobia o terror, cuando tanta seguridad los agobie, cuando sientan que ya no pueden de la impotencia, imagínense a manadas de elefantes en plena libertad, síganlos con la mirada, agárrense a ellos en su carrera y verán cómo, de una, les va mejor.
Hoy continúo guardando el último elefante que me dejó José, y se han sumado a él los árboles que, con sus músculos, se aferran a la tierra y nos regalan sombra y agua en los momentos en que los Tamayistas, que a veces parecemos todos, se manifiestan en la vida de esta ciudad perdida en las montañas.
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